Hace unos años mi trabajo consistía en ayudar a familias con pocos ingresos a
rellenar el papeleo para pedir servicios sociales.
En un país normal, donde el Estado no se dedica a juzgar la
catadura moral de sus ciudadanos pobres, este es un trámite relativamente
sencillo. Hay papeleo, sí, pero la mayoría de servicios como sanidad o
guarderías públicas o bien son o bien aspiran a ser universales.
Esto no es así en Estados Unidos. Cualquier persona de pocos
ingresos que tenga que pedir alguna clase de ayuda, por desesperada que esté,
tiene que rellenar una cantidad francamente deprimente de formularios, así como
largas tardes al teléfono intentando convencer a un aburrido funcionario de
servicios sociales.
Un día me pasé de listo.
Era una mañana de junio y estaba en una pequeña ONG en New
Haven, en un barrio hispano no demasiado agradable. Llegó una mujer que no
llegaba a la treintena, puertorriqueña, con sus dos hijos pequeños a cuestas, a
ver si podía apuntarse al seguro médico y cupones de alimentos.
Un poco irritado, saqué el cuestionario y me puse a hacer toda
la horrible batería de preguntas, inquiriendo sobre dónde vivía, dónde trabajaba,
cuánto ganaba, cuántos ahorros tenía, qué coche conducía, si tenía historial
delictivo, dónde vivía el padre de sus niños, y pidiendo que me detallara su
situación familiar. Ser pobre a menudo significa someterse tristemente a estas
pequeñas humillaciones.
Fue al preguntar sobre sus gastos cuando me pasé de listo. En la
solicitud era necesario detallar cuánto se paga de alquiler, electricidad,
calefacción, etcétera, no sea que alguien esté pidiendo ayuda sin pasar
suficiente hambre. La factura de teléfono del mes pasado para esta pobre chica
era de más de cien dólares, ya que además de teléfono e internet tenían
contratada televisión por cable. No era la primera vez que me encontraba a
alguien que no llegaba a final de mes con estos gastos, y siempre me callaba.
Esta vez, sin embargo, no pude evitar juzgarla y decirle, con muy poco tacto,
que quizás harían bien en ahorrar ese dinero en vez de malgastarlo en un lujo
innecesario.
Por muy buena cara que la pobre mujer hubiera estado poniendo
hasta entonces, esa fue la gota que colmó el vaso. Primero se quedó quieta,
mirándome fijamente, frunciendo el ceño. Tras unos segundos de silencio,
pidió a sus dos chavales que salieran fuera. Una vez se fueron los niños, cerró
la puerta y rompió a llorar, contándome entre sollozos que sabía que era un
lujo, que sabía que era tirar dinero, pero que no podía hacerlo ya que sus
hijos la odiarían por ello.
Ser pobre, me contó, es no poder hacer nada, nada en absoluto;
es no poder ir a comer fuera, no poder llevar a los niños al cine, no poder
comprarles juguetes o llevarlos a la ciudad. Es no poder apuntarlos a
actividades extraescolares, porque no podía salir temprano de uno de sus dos
trabajos para ir a recogerlos. Desde que recordaba, la palabra que más había
repetido a sus hijos era «no». Dejarles sin televisión, sin poder
hacer nada más que sentarse a mirar la pared cuando estaban en casa era
demasiado. Y por supuesto, no era solo por sus hijos. Sin televisión, sin ese
pequeño lujo que apenas podía pagar, no se veía capaz de aguantar esos días que
volvía del trabajo a las once de la noche, cansada y oliendo a McDonalds, sin
perder la cabeza. Ver la novela grabada y fumarse un cigarrillo, era eso, o no
poder más.
Había juzgado que ese pequeño lujo, ese gasto innecesario, era
una muestra de su falta de disciplina, de la falta de criterio que la había
hecho pobre. Tenía dos hijos, estaba sola, fumaba y encima quería ver Dexter en la tele. No era digna.
Lo que no estaba viendo es que esta mujer, aún no llegada a la
treintena, tenía dos empleos a tiempo parcial, dos niños llenos de energía
y absolutamente nadie que la ayudara. No se había tomado unas vacaciones desde
hacía años, y no sabía si temía más el verano porque no sabía dónde iba a meter
a sus hijos mientras estaba en el trabajo, o porque le iban a reducir las horas
en el curro y no podría pagar el alquiler. Su cansancio no era la clase de
agotamiento que se va con una buena noche de sueño. Su cansancio era el de
estar muerta de miedo todo el día, de forma constante, sin pausa, harta de que
todo el mundo la vea como una fracasada y rota por dentro por la sospecha de
que quizás tuvieran razón.
La pobreza es una mierda. Se ha hablado mucho estos días sobre
si existe una «cultura de la pobreza», sobre si la gente con
pocos ingresos lo que necesitan es menos servicios sociales que les rían las
gracias y más lecciones sobre fortaleza moral. Ojalá fuera tan sencillo. La
realidad es que cualquier persona medio normal que viva bajo los niveles
de estrés, angustia y temor de estar cerca de la pobreza no tendrá las más
mínimas ganas de que alguien le explique sus errores. Sencillamente estará
demasiado agotado para prestarle atención.
Cuando alguien afronta una situación de escasez material
inmediata, su capacidad cognitiva se concentra en responder a esa amenaza, a
ese riesgo inmediato, dejando de lado cualquier otro problema a afrontar.
Alguien en la pobreza tiende a vivir obsesionado por lo inmediato, por el
problema que tiene justo ahora mismo al frente. No hace planes sencillamente
porque su cerebro no le deja pensar en nada más.
La experiencia de la pobreza, el día a día de no saber cómo vas
a pagar el alquiler, no saber qué vas a hacer con tus hijos, no saber cómo vas
a poder alargar los treinta euros para una compra que te llegue hasta el
viernes, es algo increíblemente duro. Es angustioso para los adultos que
viven en este mundo, y es aún peor para los hijos que crecen en una familia
así, con padres que viven abrumados por este miedo constante. Para un niño
crecer en un contexto de estrés tóxico, de inestabilidad familiar, padres
agotados, gritos constantes y el temor constante de perderlo todo es extraordinariamente
doloroso, especialmente durante la primera infancia.
Cuando hablamos de pobreza, por tanto, nunca podemos olvidar lo extraordinariamente
duro que es sufrirla. No estamos hablando de vivir en pisos pequeños,
comer mal, no ir al cine o estar en un barrio feo de la ciudad. Estamos
hablando de miedo, angustia y temor constantes, a menudo en solitario, sin que
nadie se digne a prestarte atención.
Afortunadamente, sabemos cómo reducir la pobreza: el estado de
bienestar puede hacerlo, y funciona bien en muchos países. El problema en
España es que nuestro estado de bienestar no cumple con su cometido en absoluto.
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