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Thursday, May 28, 2015

SER POBRE ES UNA MIERDA

Publicado por Roger Senserrich
Hace unos años mi trabajo consistía en ayudar a familias con pocos ingresos a rellenar el papeleo para pedir servicios sociales.
En un país normal, donde el Estado no se dedica a juzgar la catadura moral de sus ciudadanos pobres, este es un trámite relativamente sencillo. Hay papeleo, sí, pero la mayoría de servicios como sanidad o guarderías públicas o bien son o bien aspiran a ser universales.
Esto no es así en Estados Unidos. Cualquier persona de pocos ingresos que tenga que pedir alguna clase de ayuda, por desesperada que esté, tiene que rellenar una cantidad francamente deprimente de formularios, así como largas tardes al teléfono intentando convencer a un aburrido funcionario de servicios sociales.
Un día me pasé de listo.
Era una mañana de junio y estaba en una pequeña ONG en New Haven, en un barrio hispano no demasiado agradable. Llegó una mujer que no llegaba a la treintena, puertorriqueña, con sus dos hijos pequeños a cuestas, a ver si podía apuntarse al seguro médico y cupones de alimentos.
Un poco irritado, saqué el cuestionario y me puse a hacer toda la horrible batería de preguntas, inquiriendo sobre dónde vivía, dónde trabajaba, cuánto ganaba, cuántos ahorros tenía, qué coche conducía, si tenía historial delictivo, dónde vivía el padre de sus niños, y pidiendo que me detallara su situación familiar. Ser pobre a menudo significa someterse tristemente a estas pequeñas humillaciones.
Fue al preguntar sobre sus gastos cuando me pasé de listo. En la solicitud era necesario detallar cuánto se paga de alquiler, electricidad, calefacción, etcétera, no sea que alguien esté pidiendo ayuda sin pasar suficiente hambre. La factura de teléfono del mes pasado para esta pobre chica era de más de cien dólares, ya que además de teléfono e internet tenían contratada televisión por cable. No era la primera vez que me encontraba a alguien que no llegaba a final de mes con estos gastos, y siempre me callaba. Esta vez, sin embargo, no pude evitar juzgarla y decirle, con muy poco tacto, que quizás harían bien en ahorrar ese dinero en vez de malgastarlo en un lujo innecesario.
Por muy buena cara que la pobre mujer hubiera estado poniendo hasta entonces, esa fue la gota que colmó el vaso. Primero se quedó quieta, mirándome fijamente, frunciendo el ceño. Tras unos segundos de silencio, pidió a sus dos chavales que salieran fuera. Una vez se fueron los niños, cerró la puerta y rompió a llorar, contándome entre sollozos que sabía que era un lujo, que sabía que era tirar dinero, pero que no podía hacerlo ya que sus hijos la odiarían por ello.
Ser pobre, me contó, es no poder hacer nada, nada en absoluto; es no poder ir a comer fuera, no poder llevar a los niños al cine, no poder comprarles juguetes o llevarlos a la ciudad. Es no poder apuntarlos a actividades extraescolares, porque no podía salir temprano de uno de sus dos trabajos para ir a recogerlos. Desde que recordaba, la palabra que más había repetido a sus hijos era «no». Dejarles sin televisión, sin poder hacer nada más que sentarse a mirar la pared cuando estaban en casa era demasiado. Y por supuesto, no era solo por sus hijos. Sin televisión, sin ese pequeño lujo que apenas podía pagar, no se veía capaz de aguantar esos días que volvía del trabajo a las once de la noche, cansada y oliendo a McDonalds, sin perder la cabeza. Ver la novela grabada y fumarse un cigarrillo, era eso, o no poder más.
Había juzgado que ese pequeño lujo, ese gasto innecesario, era una muestra de su falta de disciplina, de la falta de criterio que la había hecho pobre. Tenía dos hijos, estaba sola, fumaba y encima quería ver Dexter en la tele. No era digna.
Lo que no estaba viendo es que esta mujer, aún no llegada a la treintena, tenía dos empleos a tiempo parcial, dos niños llenos de energía y absolutamente nadie que la ayudara. No se había tomado unas vacaciones desde hacía años, y no sabía si temía más el verano porque no sabía dónde iba a meter a sus hijos mientras estaba en el trabajo, o porque le iban a reducir las horas en el curro y no podría pagar el alquiler. Su cansancio no era la clase de agotamiento que se va con una buena noche de sueño. Su cansancio era el de estar muerta de miedo todo el día, de forma constante, sin pausa, harta de que todo el mundo la vea como una fracasada y rota por dentro por la sospecha de que quizás tuvieran razón.
La pobreza es una mierda. Se ha hablado mucho estos días sobre si existe una «cultura de la pobreza», sobre si la gente con pocos ingresos lo que necesitan es menos servicios sociales que les rían las gracias y más lecciones sobre fortaleza moral. Ojalá fuera tan sencillo. La realidad es que cualquier persona medio normal que viva bajo los niveles de estrés, angustia y temor de estar cerca de la pobreza no tendrá las más mínimas ganas de que alguien le explique sus errores. Sencillamente estará demasiado agotado para prestarle atención.
Cuando alguien afronta una situación de escasez material inmediata, su capacidad cognitiva se concentra en responder a esa amenaza, a ese riesgo inmediato, dejando de lado cualquier otro problema a afrontar. Alguien en la pobreza tiende a vivir obsesionado por lo inmediato, por el problema que tiene justo ahora mismo al frente. No hace planes sencillamente porque su cerebro no le deja pensar en nada más. 
La experiencia de la pobreza, el día a día de no saber cómo vas a pagar el alquiler, no saber qué vas a hacer con tus hijos, no saber cómo vas a poder alargar los treinta euros para una compra que te llegue hasta el viernes, es algo increíblemente duro. Es angustioso para los adultos que viven en este mundo, y es aún peor para los hijos que crecen en una familia así, con padres que viven abrumados por este miedo constante. Para un niño crecer en un contexto de estrés tóxico, de inestabilidad familiar, padres agotados, gritos constantes y el temor constante de perderlo todo es extraordinariamente doloroso, especialmente durante la primera infancia.
Cuando hablamos de pobreza, por tanto, nunca podemos olvidar lo extraordinariamente duro que es sufrirla. No estamos hablando de vivir en pisos pequeños, comer mal, no ir al cine o estar en un barrio feo de la ciudad. Estamos hablando de miedo, angustia y temor constantes, a menudo en solitario, sin que nadie se digne a prestarte atención.

Afortunadamente, sabemos cómo reducir la pobreza: el estado de bienestar puede hacerlo, y funciona bien en muchos países. El problema en España es que nuestro estado de bienestar no cumple con su cometido en absoluto.

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