De Rosa Montero.
He aquí algunas maneras de
ser eterno. Una: se deduce de la famosa anécdota de Sócrates. Tras ser
condenado a matarse bebiendo cicuta, el filósofo pasa su última noche
aprendiendo a tocar en la flauta una difícil melodía. Los amigos que están con
él, exasperados, le preguntan para qué pierde el tiempo en eso, si su vida
acabará al amanecer. “¿Para qué va a ser? Para aprender la canción antes de
morir”, contesta Sócrates. Y es que nuestra existencia es tan efímera que, en
realidad, da igual dominar la melodía cinco minutos o cinco años antes del
final: siempre es un saber frente a la nada. Pero ese afán de conocimiento y de
belleza, que es lo que nos hace humanos, nos basta en sí mismo; mientras estás
aprendiendo a tocar la flauta, eres inmortal.
Y dos. Estudios científicos
mundiales parecen demostrar que los humanos necesitamos un mínimo de cuatro
abrazos al día para sobrevivir. Algunos sostienen que lo óptimo sería ocho o
más, pero, en cualquier caso, sin esos cuatro abrazos al día la cosa no
funciona: nos crispamos, nos deprimimos. Aunque no hace falta que los abrazos
tengan connotaciones sexuales, se me ocurre que si le añadimos un espolvoreo de
seducción se potencia el efecto (el sexo es en sí mismo terapéutico: lo
explicaron la semana pasada en Madrid en la I Jornada de Sexualidad para
Personas Discapacitadas). De modo que sí, desde luego: ese breve pero
definitivo viaje al pecho del otro, ese cobijarse en su tibieza y hundir la
nariz en un cuello fragante, es otra maravillosa, momentánea posibilidad de ser
eterno. Quizá esta columna les parezca algo extravagante: los primeros calores
siempre tienen en mí raros efectos. Pero aun así les recomiendo que sigan mi
consejo: abrácense todo lo que puedan.
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